Capítulo 3

 

¡ES GENIAL, mamá! —exclamó Lacey una y otra vez mientras regresaban a casa. En cuanto estuvo segura de que su madre ya no estaba enfadada, Lacey no paró de cantar alabanzas sobre Nathan, pero Carin no escuchaba a su hija. Estaba demasiado ocupada pensando en lo asustada que había parecido y sintiéndose furiosa con él por haberla respaldado con tanta naturalidad. Aunque le habría enfurecido aún más que no lo hubiese hecho.

 

—Incluso me ha dicho que puedo ayudarlo a escoger las fotos para su próximo libro.

 

Lacey abrió la verja del jardín delantero de la casa.

 

—¿Quieres ver qué fotos mías le han gustado?

 

—Mañana —le dijo Carin.

 

—Pero...

 

—Lacey, he dicho que mañana. Son casi las doce de la noche. Tienes que acostarte.

 

Carin se daba cuenta de que Lacey rebosaba con energía y deseos de hablar hasta el amanecer, pero en aquel instante ella necesitaba paz y tranquilidad. Y Lacey debió de presentirlo porque subió las escaleras hacia su habitación, no sin refunfuñar en voz baja.

 

Carin se dejó caer en el sofá y miró fijamente el ventilador que daba vueltas en el techo. Inspiró profundamente y sintió que la adrenalina comenzaba a desaparecer. Estaba cansada y tenía los nervios de punta.

 

Esperaba que tener a Nathan de vuelta en su vida no la hiciese sentirse siempre de aquella manera.

 

Había pensado que estaba preparada para enfrentarse a él, pero no se había esperado aquello; el hombre con el que ella había esperado encontrarse le habría recriminado que no le hubiese hablado de Lacey, aunque en realidad se habría sentido aliviado de que no lo hubiese hecho. Le habría ofrecido ayuda económica y la habría felicitado por lo bien que había criado a su hija. Y tras unos pocos días, se habría vuelto a marchar.

 

Pero el hombre al que acababa de ver la ponía nerviosa. Parecía implacable y razonable al mismo tiempo. ¡Pero si incluso le había dicho a Lacey que la llevaría a pescar!

 

¿Y si realmente pretendía quedarse? La sola idea de tener que verlo todos los días, semana tras semana, la aterrorizaba.

 

Subió a darle las buenas noches a su hija, rogando mentalmente que no pretendiese volver a enumerarle las maravillosas cualidades de Nathan.

 

—Tenía miedo de que no viniese —le confesó la niña.

 

Toda la emoción anterior se había esfumado y Carin se encontró frente a una Lacey reflexiva. Habitualmente su hija era entusiasta, alegre e intrépida, y desde luego, nunca había mostrado aquella preocupación hacia su padre. Y aunque, sobre todo tras conocer a Dominic y a Sierra, le había hecho preguntas acerca de su padre y de su familia, en ningún momento le había preguntado cuándo conocería a Nathan. Carin se había sentido satisfecha y aliviada al mismo tiempo, convencida de que a Lacey no le importaba lo suficiente.

 

Pero en aquel momento se dio cuenta de que las preguntas realmente importantes eran las que no le había hecho, y sintió una punzada de dolor en el corazón.

 

— ¿Tanto te habría importado? Lacey se incorporó en la cama, apoyándose en los codos.

 

— ¡Por supuesto que habría importado! ¡Es mi padre!

 

La ferocidad en el tono de Lacey tocó lo más profundo de Carin, haciéndole replantearse la decisión más importante de su vida: no haberle dicho a Nathan que tenían una hija.

 

 Y sin embargo sabía que bajo las mismas circunstancias volvería a hacerlo. Teniendo en cuenta quién era y lo que había querido hacer Nathan con su vida, Carin no había tenido otra elección; sabía que lo habría atado a una vida que odiaba, a unas obligaciones que no había elegido, quizá incluso se habría casado con ella. Pero nunca la habría amado. Ni siquiera la había amado cuando hicieron el amor y aquella había sido otra de las razones que la impulsaron a tomar su decisión; ella le había entregado su corazón mientras que él solo le entregó su cuerpo. Y aunque apenas tuvo en cuenta las futuras necesidades de Lacey, en más de una ocasión se había dicho a sí misma que había sido mejor aquello a que Nathan terminase por lamentar la existencia de Lacey.

 

Carin inspiró profundamente para tranquilizarse.

 

—Pues ahora está aquí, así que puedes disfrutar de él y conocerlo —le dijo a Lacey y se agachó para darle un beso.

 

—Lo haré —le prometió la niña, recostándose de nuevo en la almohada.

 

Por lo general, cuando Lacey se acostaba, Carin hacía la contabilidad de la tienda y después se tomaba una taza de té en el porche, mientras descansaba de la jornada. Pero aquella noche no era capaz de tranquilizarse; se preparó una taza de té, pero no pudo bebérsela y dio vueltas por la casa sin ningún sentido.

 

Finalmente salió al porche con su cuaderno e intentó canalizar parte de aquel nerviosismo en ideas para sus cuadros, pero solo lograba dibujar cabezas de pelo oscuro y facciones marcadas y acababa arrancando las hojas para tirarlas. Deseó poder deshacerse de Nathan con la misma facilidad.

 

De repente, escuchó un crujido junto a la verja y levantó la vista para encontrarse con un par de ojos amarillos que brillaban en la oscuridad.

 

—Hola, Zeno —dijo Carin, al ver un hocico que asomaba por la verja—. Ven aquí.

 

Una oscura silueta se dirigió hacia el porche. Zeno, que parecía una mezcla de distintas razas de perros, apareció de repente un día sin que nadie supiese en qué barco había llegado. Lacey lo llamó Zeno porque llegó más o menos al mismo tiempo en que se publicó el libro Solo.

 

—No se parece en nada a un lobo —había protestado Carin.

 

—Las apariencias no lo son todo, ¿verdad, Zeno? —había contestado testarudamente Lacey, al tiempo que abrazaba al desgarbado animal.

 

—Pero no es nuestro y no podemos darle un nombre. Y nuestra casa no es lo suficientemente grande para un perro de este tamaño.

 

—A no ser que vengan a reclamarlo, no es de nadie —había insistido Lacey—. Y no tiene por qué entrar en casa, puede simplemente venir a visitarnos.

 

Y aquello era lo que hacía Zeno, ir de un lado a otro, de casa en casa. En poco tiempo, casi todos en la isla lo llamaban por aquel nombre y lo alimentaban, aunque Zeno repartía casi todo su tiempo entre aquella casa y la de Hugh, que tenía una perra llamada Belle y que parecía haber llamado la atención de Zeno.

 

Carin acarició al animal, sintiendo que aquel gesto la calmaba y la tranquilizaba. Decidió entrar a buscar algo de comida para darle y regresó al porche con un bol lleno de arroz y pescado.

 

—Aquí tienes, Ze...

 

Carin se interrumpió al ver a Nathan en el porche. Apretó con fuerza el bol y en vez de salir, dejó que la puerta mosquitera se cerrase entre los dos,

 

— ¿Qué estás haciendo aquí?

 

—Tenemos que hablar.

 

—No tenemos nada de qué hablar.

 

—Yo creo que sí, así que o me invitas a pasar o sales aquí afuera.

 

Zeno comenzó a aullar al ver el bol con comida y Nathan alargó la mano hacia la puerta.

 

—De acuerdo —se apresuró Carin—. Hablaremos aquí fuera.

 

Carin salió al porche y pasó por su lado hacia el otro extremo. Zeno se puso entre ellos, con los ojos fijos en el bol, golpeando el suelo con el rabo.

 

Nathan bajó la mano y lo acarició.

 

—¿Quién es?

 

—Un perro.

 

—¿De verdad? Nunca lo habría imaginado —dijo sarcásticamente—. ¿Cómo se llama?

 

Carin no quería decírselo porque sabía lo que él pensaría. Pero si no lo hacía ella, lo haría Lacey.

 

—Zeno. Lacey escogió el nombre —le aclaró. Nathan hizo un mohín de desprecio con los labios.

 

—Por alguna razón me había imaginado que no lo habías escogido tú.

 

—Apareció más o menos al mismo tiempo que tu libro.

 

Carin dejó el bol entre los dos para que Zeno se colocase en medio mientras comía. Después, se irguió y cruzó los brazos sobre el pecho.

 

—Me ha sorprendido que Lacey haya leído mis libros.

 

Carin se encogió de hombros.

 

—Sentía curiosidad.

 

—¿De ellos o de mí?

 

—De tu trabajo —le dijo ella y se dio la vuelta para mirar hacia la oscuridad.

 

—Parece interesada —dijo Nathan tras un instante de silencio.

 

—Supongo que sí.

 

Carin no se volvió para mirarlo. No le hacía falta para saber que él estaba allí, al otro lado de Zeno. La atracción que ejercía sobre ella era casi magnética; Carin nunca había sentido aquello con otro hombre y no quería volver a sentirlo con él. No quería caer de nuevo bajo su hechizo.

 

—¿De qué querías hablar? —le preguntó finalmente ella, al ver que él no hablaba.

 

—De Lacey. De salir a pescar. De ejercer la paternidad y de cómo nos vamos a organizar.

 

—Gracias, pero soy perfectamente capaz de arreglármelas yo sola.

 

—Me alegro por ti. Pero no vas a continuar haciéndolo tú sola. Ahora somos dos y tendrás que recordarlo. Debemos presentar un frente unido y no debemos discutir delante de ella.

 

—¡No me digas cómo tengo que criar a mi hija!

 

—Esta noche te he respaldado.

 

—Ya te he dado las gracias.

 

—Y espero que tú hagas lo mismo cuando yo le diga algo.

 

—Lo haré, si estoy de acuerdo contigo.

 

—Estés o no estés de acuerdo —dijo firmemente Nathan.

 

— ¡Ni hablar! Si crees que puedes simplemente entrar en nuestras vidas, tomar el mando y pretender que te respalde...

 

Nathan enarcó una ceja.

 

—¿Igual que cuando tú tomaste el mando y decidiste no decirme que teníamos una hija?

 

—No habrías querido...

 

— ¡No me dejaste decidir lo que quería!

 

— ¿Así que yo soy la mala de la película? ¿Yo soy a la que todo el mundo culpa? —le preguntó con acritud.

 

Primero Lacey y después Nathan. ¡Ni que hubiese decidido ser madre soltera durante trece años con la sola idea de fastidiarlos a los dos!

 

—No eres la mala, Carin —gruñó Nathan—. Estoy seguro de que tomaste la decisión que creíste correcta en aquel momento.

 

Carin resopló.

 

—Gracias por el voto de confianza.

 

— ¿Pero qué te ocurre? ¡Solo intento darte el beneficio de la duda!

 

—Pues no te molestes.

 

Nathan inspiró profundamente y suspiró.

 

—Escucha, Carin, no he venido a pelearme contigo. No he venido a Pelican Cay para fastidiarte la vida. He venido porque mi hija está aquí.

 

Si Carin había tenido alguna vez la más mínima esperanza de que él volvería por ella, desapareció por completo. Nathan había vuelto por Lacey.

 

Tragó saliva, intentando tragarse el dolor y se dijo que no importaba, que no la sorprendía. Y en realidad no la sorprendía.

 

—Y estás dispuesto a cumplir tus obligaciones con ella —se burló Carin sin poder evitarlo.

 

—Por supuesto que sí.

 

—Muy noble por tu parte. Pero completamente innecesario. No te necesitamos.

 

—Lacey me necesita. Ella me lo ha dicho. ¡Maldita sea!

 

—Pues yo no te necesito. ¡Y no te quiero!

 

— ¿De verdad?

 

Aquel desafío le hizo mirarlo furiosa.

 

— ¿De qué estás hablando?

 

— ¡De que hubo un tiempo en el que sí me querías!

 

Dicho aquello, Nathan rodeó a Zeno, tomó a Carin entre sus brazos y la besó.

 

Fue un beso para el recuerdo, tan apasionado como aquellos que habían compartido tantos años atrás. La boca de Nathan se apretó insistente contra la suya hasta que ella entreabrió los labios; en su cabeza, Carin luchó contra la ola de pasión que le barría el cuerpo y la arremetida de recuerdos que inundaban su mente. Pero su cuerpo no lo hizo.

 

Su cuerpo lo deseaba.

 

Durante años se había dicho a sí misma que se había imaginado la pasión de los besos que habían compartido. Durante años casi se lo había creído.

 

Pero en aquel momento se dio cuenta de que no era cierto. No había exagerado. Aquel beso era tan salvaje, posesivo y hambriento como los de antaño, y tocó lo más profundo de su corazón, haciéndola reaccionar.

 

Sintió cómo el deseo, la pasión y el hambre crecían en ella. Sintió cómo la sangre corría desenfrenada por sus venas y su corazón palpitaba con fuerza contra su pecho. Y en contra de su voluntad y de su buen juicio, en contra de todo lo que se había dicho a sí misma durante años, Carin se abrió a él. Abrió la boca para saborearlo y recibirlo.

 

Y antes de que pudiese darse cuenta, le estaba devolviendo el beso.

 

Nathan gruñó.

 

— ¡Sí!

 

La palabra siseó entre sus dientes y la abrazó con más fuerza aún, apretando su duro cuerpo contra el de Carin. Lejos de ahuyentarla, la presión de su excitación la incitó y aumentó la suya propia; su deseo, tanto tiempo insatisfecho, despertaba con un hambre voraz. Carin profundizó el beso, incapaz de detenerse. ¡Lo necesitaba!

 

Pero de repente, Nathan se apartó y Carin lo miró aturdida. Sentía la fría brisa nocturna sobre su acalorada piel.

 

—Ahí lo tienes —dijo él con la voz entrecortada—. Creo que eso lo demuestra.

 

La respiración de Nathan era acelerada y brusca, y la piel que cubría sus mejillas estaba sonrojada y tensa.

 

Carin movió la cabeza, se sentía mareada.

 

—¿Qué demuestra?

 

Se sentía dolorida, abandonada y desconsolada.

 

—Que hubo un tiempo en que me querías. Y que aún me quieres. Empezaremos por ahí.

 

— ¿Y bien? —gruñó una voz en cuanto Nathan contestó la llamada de su teléfono móvil—. ¿Cuándo es la boda?

 

— ¿Papá?

 

Douglas Wolfe era la última persona a la que Nathan había esperado escuchar al otro lado de la línea y sin embargo, en cuanto escuchó la inconfundible voz de su padre, no supo por qué se sorprendía tanto.

 

—Pues claro que soy yo. ¿Quién creías que era? —preguntó indignado su padre—. ¿Habéis decidido la fecha o no?

 

Cómo habría averiguado su padre que le iba a proponer matrimonio a Carin era un completo misterio. Pero sabía que tenía tentáculos en todas partes.

 

—El viejo es un auténtico pulpo —le había dicho Dominic en una ocasión, aunque no sin cierto respeto en la voz.

 

A Nathan nunca le había importado lo más mínimo hasta dónde llegasen los tentáculos de su padre; no habían tenido nada que ver con él. Pero en aquel momento era distinto.

 

Nathan se pasó la mano por el pelo y se preguntó si su padre habría instalado micrófonos en su casa o si simplemente era capaz de leer la mente.

 

Si lo segundo fuese cierto, debería intentar leer la mente de Carin.

 

—No —dijo Nathan—. No hemos decidido la fecha.

 

— ¿Y por qué no? ¡Has tardado todo un año en ir a Pelican Cay!

 

—Tenía obligaciones con las que cumplir.

 

— ¡Tienes una hija!

 

—Lo sé —replicó bruscamente Nathan—. Y no quería venir para tener que marcharme enseguida. Cumplí con mis compromisos y ahora estoy aquí. He pasado la tarde con mi hija.

 

— ¿La has conocido? ¿A que es un encanto? —le preguntó Douglas en un tono completamente distinto—. Es muy guapa. Me recuerda a tu madre.

 

Nathan detectó un ligero tono de nostalgia en su voz al recordar a su madre. Había sido el amor de su vida.

 

—A Beth le habría encantado —continuó Douglas—. Es más lista que un ratón blanco y muy educada; me escribió una carta de agradecimiento por haberla visitado... durante la pasada primavera.

 

Douglas dijo aquello último con rapidez, como si no estuviese seguro de que fuese buena idea admitir que había ido a visitar a su nieta.

 

—Me ha enseñado la cámara que le regalaste —le dijo Nathan, para que supiese que estaba al tanto de la visita—. Gracias.

 

—Me pareció lo más lógico —dijo bruscamente Douglas—. Lacey quería tener una cámara.

 

—Ha hecho algunas fotos muy buenas.

 

—Me lo había imaginado. Supongo que es algo innato en ella; siendo tú fotógrafo y su madre una artista —dijo y se interrumpió instantáneamente—. Carin tiene talento.

 

—Sí.

 

Douglas esperó a que Nathan dijese algo más, pero no lo hizo e, impacientado, continuó hablando él:

 

—Entonces, ¿cuándo vais a fijar la fecha, Nathan? Dominic necesitará saberlo para pedir el día libre y Rhys tendrá que pedir varios días.

 

—Lo siento. No puedo ayudarte.

 

—¿Qué significa eso? ¡Cielo santo, Nathan, ella dio a luz a tu hija! Me da igual que hayan pasado trece años, Lacey es una Wolfe.

 

— ¡Ya lo sé!

 

—Pues cumple con tu deber y pídele...

 

—Ya se lo he pedido —le dijo Nathan entre dientes—. Me ha dicho que no.

 

Las exclamaciones de incredulidad al otro lado de la línea deberían haber confortado a Nathan. Estaba seguro de que a Dominic le habría gustado saber que su padre estaba de su parte. Incluso su hermano pequeño, Rhys, no habría visto como un lastre que su padre se inmiscuyera. Pero desgraciadamente, por una vez en la vida, Nathan estaba de acuerdo con su padre. Él era el padre de Lacey y quería tomar parte en su vida.

 

Pero era más fácil decirlo que hacerlo.

 

— ¿Te dijo que no? — farfulló Douglas—. Hablaré con ella.

 

Nathan estuvo tentado de decirle que lo hiciese. Podía imaginar la reacción de Carin ante las tácticas corporativistas de su padre; ya había huido de ellas en una ocasión, plantando a su hermano.

 

Y no había nada que le impidiese volver a hacerlo.

 

Pero después de haberla visto aquel día, Nathan estaba casi seguro de que no lo haría. La Carin con la que se había encontrado no solo había cumplido años, sino que era más fuerte y había una resistencia y determinación en ella que no había habido años atrás. No parecía tener ningún problema en decir lo que pensaba.

 

Y no dudaba que le diría a su padre todo lo que pensaba de él, si este intentaba interferir. Nathan no quería más complicaciones de las que ya tenía.

 

—Mantente al margen de esto —le dijo a su padre.

 

—Solo quiero ayudar —le dijo contrariado Douglas.

 

—Pues entonces no te entrometas. Déjanos tranquilos.

 

—Te he dejado tranquilo durante un año. Nathan apretó la mandíbula con fuerza.

 

—Y seguirás haciéndolo. Confía en mí, papá. Tu intromisión no sería de ninguna ayuda.

 

—Yo le gusto. Ella me lo dijo. También dijo que era bueno para Lacey que me conociera y que podía ir a verla cuando quisiera. Podría pasarme y...

 

— ¡No! —espetó Nathan e inspiró profundamente—. No —repitió con algo más de calma—. Te agradezco el apoyo, pero me las arreglaré yo solo.

 

Douglas permaneció en silencio durante un momento y después suspiró.

 

—Eso espero.

 

Si era sincero, Nathan también lo esperaba.